En ocasiones, cuando escucho hablar de la crisis y sus causas, tengo la sensación de que se da demasiada importancia a factores secundarios, y no a los que realmente importan. Es como si nos empeñáramos en hablar obstinadamente del detonador de la bomba, eludiendo pronunciarnos sobre las cien toneladas de dinamita que explosionan debajo.
Por ejemplo, no comprendo porqué tanta algarabía con los mercados financieros y sus intermediarios. Estos señores han estado ahí desde que el mundo es mundo, ejerciendo un oficio consistente ahora y siempre en ganar dinero. Lo hicieron cuando todo iba muy bien, y lo siguen haciendo ahora que va muy mal. Inventaron la letra de cambio en el siglo XIII y no precisamente para hacer obras de caridad, financiaron los grandes imperios, se hundieron con ellos o los sobrevivieron, cuando les dominaron y manipularon protestaron, y ellos intentaron hacer lo mismo en cuanto les dieron oportunidad.
Por cierto, disto mucho de ser una ingenua que confíe en que el mero interés racional y mucho menos la bondad, puedan resultar mecanismos exclusivos de regulación del mercado. A los intermediarios financieros hay que tenerlos controlados para evitar maniobras coyunturales a corto que puedan en momentos determinados causar perjuicios específicos. Pero fuera de esto, todavía estoy esperando que alguien me explique porqué son ahora tan depravados cuando desconfían de ciertos países y de la devolución de sus prestamos e intentan proteger a sus inversores, mientras que ni siquiera se hablaba de ellos y sus prácticas cuando pusieron en circulación buena parte del dinero con el que hemos costeado el festín de los últimos lustros.
No cabe duda de que algunas maniobras y tácticas han causado serios problemas en los mercados financieros. Pero habría que preguntarse porqué siempre los han causado para ciertos países y no para otros. Que la soberanía de un país se vea condicionada no es efecto de una voluntad específicamente orientada a tal finalidad que se geste en ocultos y misteriosos despachos de financieros sin escrúpulos, aunque en efecto los haya, sino consecuencia de la propia debilidad y de las tensiones estructurales de los países en cuestión.
Algunos llegan a tal grado de simplificación que señalan a Lehman Brothers como causa de todo esto. Pero por muy desesperado o asustado que se esté, no se pueden confundir los términos hasta ese punto. Su quiebra no fue más que el detonador, la chispa, el factor desencadenante de un efecto latente en un sistema ya desestabilizado; si no hubiera sido aquello, hubiera sido otro acontecimiento, en EEUU o en cualquier otro lugar de este planeta aún más empequeñecido por la economía.
Entonces, ¿Qué hay dentro de las cien toneladas de dinamita? ¿Qué ha entrado realmente en crisis? Yo creo que tres cosas: la forma de costear el estado del bienestar en algunos países europeos, la Unión Europea tal como la conocimos hasta ahora, y de manera específica para España, una cierta cultura política y social especulativa, basada en la ética de los derechos sin deberes ni responsabilidad.
En primer lugar, no cuestiono la existencia del estado del bienestar. Por razones que no vienen ahora al caso, creo que deben existir mecanismos de prevención de la necesidad y el infortunio, de redistribución de la riqueza, y de garantía de salud y educación de calidad para todos los ciudadanos.
Ocurre que varias generaciones de políticos de todos los colores de ciertos países, han pensado que los ingentes recursos necesarios para levantar y sostener esa estructura, podían provenir del mercado del crédito de manera ilimitada, sin consideración a la riqueza del país y a su capacidad productiva. Nótese que con independencia de ciertos amagos en EEUU, que a lo peor estén todavía por mostrar su auténtica dimensión, la crisis se está convirtiendo en específicamente europea, esto es, del continente en el que el estado del bienestar ha adquirido su mayor dimensión. En los lugares en los que está en un menor estadio de desarrollo, la crisis apenas hace mella. Y dentro de Europa, se ven afectados los estados del bienestar más endeudados, no otros con escasos o inexistentes déficits. Por otro lado parece también muy claro en este momento que ésta se ha convertido en una crisis de deuda pública que ha afectado de manera también desigual al crecimiento económico.
Mientras el sistema funcionó por sus propios méritos y luego y durante un tiempo por inercia, nada de esto se puso de manifiesto. Pero cuando los desequilibrios internos reventaron las costuras resultó primero, que el dinero circulante no era suficiente para atender todas las demandas de financiación públicas y privadas y segundo, que se desmoronó la confianza en la capacidad de hacer frente a sus compromisos no de los países más endeudados, sino de los más incapaces de crear riqueza y solventar sus debilidades, aunque a veces ambas situaciones coincidían. Importa señalar que no estamos ni mucho menos ante una crisis global. En realidad la mayor parte del mundo mira inquieto pero solo indirectamente afectado lo que ocurre en Europa, y en mucho menor medida en EEUU. Otra cosa es que el defecto de soluciones eficaces termine por extender la crisis a otros lugares del mundo. Pero ese sería otro escenario y otros mecanismos.
Creo yo que esta patente realidad nos está mandando un mensaje que haríamos muy mal en desoír. Se nos está indicando que cada país debe tener el estado del bienestar que puede permitirse; que si se quieren costear políticas sociales hay que generar riqueza, y que cuantos más derechos sociales quieran dispensarse, más riqueza deberá crearse; que el gasto público puede ser ideológico, y por tanto superior o inferior según las opciones políticas legítimamente elegidas en cada momento, pero nunca el déficit, que por motivos de estricta supervivencia debe controlarse o incluso limitarse con leyes, y si es preciso con cláusulas constitucionales; y que tanto los políticos como los ciudadanos deben regirse por estrictos principios de responsabilidad, los primeros para proponer derechos sociales viables y explicar de manera transparente sus costos y cuáles serían los destinatarios de los esfuerzos y los beneficios, y los segundos para atemperar su actuación a las posibilidades benefactoras del estado, y a ejercer con su voto un control real de calidad sobre la actuación política.
Cualquier ciudadano debería pensarse dos veces apoyar a un partido que proponga beneficios de manera irresponsable, salvo que le resulte indiferente contribuir al desastre, inmediato o diferido.