Como consecuencia del
auto del magistrado Castro por el que se cita a declarar como imputada a una
Infanta de España, hemos asistido a una avalancha de estímulos de naturaleza y
calidad muy distintas. No todas las informaciones son rigurosas en los aspectos
técnicos de cuanto rodea a la resolución judicial. Y por lo que respecta a las
opiniones, constituye ciertamente un espectáculo presenciar como alguna de
ellas dan por sentado e inducen a
tener como cierto en el sentir popular, justamente lo contrario de lo que las cosas son.
Voy a ocuparme de un
aspecto institucional de la cuestión aunque por supuesto con implicaciones
técnicas, y de trascendente importancia, sobre el que la confusión me parece
especialmente acentuada y generalizada. Un juez no es un fiscal, sus funciones
y responsabilidades son muy distintas. Y no hay nada de malo en ello.
Comencemos por los
jueces. Los que están más familiarizados con el derecho constitucional saben
que el diseño del Poder Judicial que realizan los arts. 117 y ss. de la
Constitución Española y en su desarrollo la Ley Orgánica del Poder Judicial, se
basa, entre otros, en los principios de unidad y exclusividad. Esto es, el
Poder Judicial está integrado solo por jueces y magistrados, y solo los jueces
y magistrados ejercen el poder de juzgar y ejecutar lo juzgado. Tan intensa y
trascendente potestad se compensa con el principio de legalidad. Los jueces y
magistrados ejercen su función sometidos solo al imperio de la ley, con plena
independencia e imparcialidad, sin poder recibir órdenes e instrucciones de
ninguna otra autoridad. Solo por vía de los recursos establecidos en la ley,
pueden corregirse sus decisiones por otros jueces o magistrados, y solo con
base a criterios de legalidad.
Sigamos por los
fiscales. Su actuación se basa también en los principios de legalidad e
imparcialidad, pero de manera matizada, en cuanto que además, se rigen por el
de unidad y dependencia, que implica la integración de todos los fiscales en un
único sistema jerárquico, cuya máxima autoridad es el Fiscal General del
Estado, nombrado a propuesta del Gobierno de la Nación, que puede instarle para
que promueva las actuaciones pertinentes en defensa del interés público. Los
fiscales con cargos directivos pueden impartir órdenes e instrucciones a sus
subordinados. Por supuesto el Fiscal General del Estado goza de igual facultad
con respecto a todos ellos, y además podrá llamar a su presencia a cualquier
miembro del Ministerio Fiscal para recibir directamente sus informes y darle
las instrucciones que estime oportunas.
Esta organización
jerárquica tiene un fundamento bastante claro. Aunque el Ministerio Fiscal
tiene un relevante, aunque limitado papel, en otras jurisdicciones, su
auténtico ámbito natural de actuación es la jurisdicción penal. Esto es así
porque en esta se pone en juego el ius
puniendi, que en este momento
histórico retiene en exclusiva el Estado, al que no le resulta en absoluto
indiferente cómo se administra, porque es una de las potestades más serias que
detenta. En atención a las circunstancias concurrentes, a los objetivos
generales de política criminal, a la necesidad de aplicar criterios de mayor
severidad o tolerancia según los casos, el Gobierno puede estar interesado en propiciar
ciertos criterios de actuación. Y lo hace legítimamente a través del Ministerio
Fiscal, que permite la introducción de criterios de oportunidad en el proceso
penal.
Y como ya dije antes,
esto no tiene nada de malo, ni los fiscales son menos dignos o menos
profesionales que los jueces. Simplemente sus funciones son distintas. Un
fiscal puede pasar toda una vida trabajando con total normalidad, atendiendo
solo los criterios generales de actuación impartidos periódica y naturalmente.
Y puede que en algunas o varias ocasiones, reciba LA ORDEN. Le gustará más o
menos, se sentirá más o menos identificado con su contenido, pero sabe que su obligación es cumplirla.
Hablo por supuesto, de órdenes que se mantienen dentro de los límites de la
legalidad. La hipotética excepción no interesa para este desarrollo.
Así está la cosa. De los
tres modelos de Ministerio Fiscal posibles, el modelo gubernamental, el judicial
y el parlamentario, España se adscribe sin matiz alguno al gubernamental. Es
cierto que el art. 2 del Estatuto del Ministerio Fiscal dice que éste se
encuentra “integrado con autonomía
funcional en el Poder Judicial”. Se trata, como señalan los autores en la
materia, de una concesión meramente simbólica o retórica a los partidarios del
modelo judicial, que obviamente no pueden hacer otra cosa que proponer un
modelo de futuro, sin incidir en el presente, fuertemente perfilado en el
sentido que antes he descrito.
Por cierto, que todos
estos factores deberían considerarse con mucho cuidado por quienes proponen
atribuir al Ministerio Fiscal la instrucción o investigación de los delitos. No
se trata de que los fiscales no sean profesionales dignos y capacitados. Se
trata de que el sistema español no está preparado para esa posibilidad, y mucho
menos todavía si cristalizaran a la vez las propuestas de limitar o eliminar la
acusación popular y la particular. Digo sin ambages que tal configuración sería
sencillamente catastrófica. Si se quiere que el fiscal se comporte como un
juez, para eso está ya el Poder Judicial. Y si se quiere importar un modelo
parecido al estadounidense, más vale que sus patrocinadores examinen con sumo
cuidado sus implicaciones, en cuanto que el fiscal norteamericano pone en juego
no solo criterios de oportunidad, sino otros puramente pragmáticos de costes y
eficacia, en términos simplemente incompatibles con las garantías
constitucionales-procesales españolas.
Iré terminando. No cabe
duda de que en el caso que ha motivado este comentario, cada uno de los
profesionales, tanto el juez como el fiscal, han actuado en el marco de sus
funciones, y no hay porqué dudar de que no lo hayan hecho con plena
responsabilidad. Por algunas noticias e imágenes difundidas, cabe pensar
además, que ambos mantienen una relación profesional que podría calificarse de
clásica o tradicional en el sentido más noble de la palabra. Esto es, mutuamente
respetuosa, fluida y fructífera. Y cada uno hará al comienzo y al final, lo que
dicte el deber. La diferencia está en que el deber del juez solo lo marca la
ley. Y el del fiscal además, las indicaciones que con absoluta seguridad recibe
en el caso.
Espero que al final de
este desarrollo, lo menos familiarizados con estos asuntos consideren con naturalidad
en las noticias sobre este u otros casos, la diferente actuación de jueces y
fiscales. Sin lugar a dudas la sociedad puede cuestionar y discutir el modelo
de la justicia e incluso patrocinar uno distinto. Pero conviene hacerlo desde
presupuestos correctos.