Hace ya unas
cuántas décadas, Calamandrei, un jurista ilustre que se enorgullecía de tenerse
como abogado, escribió un célebre elogio a los jueces, que hoy una magistrada
igualmente orgullosa de serlo, se permite parafrasear para hablar de los
letrados, con los que ya a estas alturas de su carrera, ha compartido tantas y
tantas vivencias.
La cosa viene por
algo, claro. En el diario el Mundo de hoy, un periodista llamado Hernán
Casciari, publica un artículo titulado El
peor oficio del mundo, en el que viene a sostener que la profesión de
abogado es de las más vergonzantes de la sociedad, y que ha tenido en las redes
sociales, por lo que he podido ojear hasta el momento, una gran repercusión
entre los concernidos. No pretendo entrar en polémica, y me limito a aprovechar
la opinión impresa, sea cual sea su grado de dependencia de la ficción, como
mera excusa para contar lo que yo se de los abogados, esto es, lo que he ido
aprendiendo de la vida.
No se preocupen,
no pienso explicar en qué consiste la función de los abogados, ni enzarzarme en
la distinción de sus diversos tipos, lo que solo serviría para aburrir de
manera irremisible a quien se haya dado una vuelta por aquí. Quizás sea mejor
recordar ciertas cosas sobre cómo funcionan las cosas en la realidad.
El autor del
artículo comete el grave error de suponer que los conflictos se crean por los
abogados, o cuando menos, que estos corren raudos a apoyar a quien los crea
injustamente. Por supuesto esto no es así, y la mera utilización de tal
presupuesto, aunque fuera como argumento de ficción, demuestra un colosal
desconocimiento de la naturaleza humana. El problema es que las cosas rara vez son blancas
o negras, simplemente porque todos los seres humanos tenemos la impertinente
manía de desarrollar gustos, hábitos, intereses y creencias muy diversas, y lo
que es más, empeñarnos en hacerlos valer y si se puede, prevalecer. Es decir,
nos empeñamos en colisionar y pugnar continuamente unos contra otros. Si esto ocurre
en una sociedad primitiva, como la que al parecer imagina el articulista, que
se refiere a las profesiones existentes antes y después del perder la
inocencia, el conflicto se soluciona por la ley del más fuerte. Si se produce
en una sociedad evolucionada, el remedio proviene de uno de los recursos más
antiguos y a la vez refinados de la civilización humana, el derecho.
El abogado es un
instrumento civilizatorio. Pone a las partes contra el espejo de sus propias
pasiones, de sus limitaciones, de sus imperfecciones, les indica por qué pueden
ganar o perder, y convierte el impulso de la agresión en el de la discusión
racional. Si el abogado piensa que la causa puede ser ganada porque es de
justicia, empeñará en ello su alma. Si cree, o quizás sabe, que merece
perderse, y su cliente insiste en seguir adelante, empeñará en ello su sentido
del deber, porque incluso en el caso del peor delincuente, si hablamos de la
jurisdicción penal, debe comprobarse que no se han producido errores ni abusos.
No porque lo merezca el delincuente, sino porque lo reclama una sociedad cabal,
en la que sufre más el ciudadano justo por la condena de un inocente, que por
la absolución de un culpable, o sabiéndolo culpable, no admite que la justicia
se confunda con la venganza.
Habrá abogados
malos, oportunistas o desleales, solo faltaba, como al parecer y como vamos
comprobando, existen personas insufribles en todos los ámbitos, incluido el
periodístico. Pero en su mayoría, cada cual con su estilo, los abogados son buenos
profesionales. Están acostumbrados a lidiar con las sorpresas y contradicciones
de la vida, de las que tantas veces forman parte, también, las decisiones
judiciales. Saben lo que es el sufrimiento, el desengaño, y la traición, porque
son los materiales con los que tantas veces tienen que trabajar. Y aún así
difícilmente renunciarán a ese esfuerzo civilizatorio con el que están
firmemente comprometidos. Debo decir que de todas las profesiones que conozco,
la de los abogados es la que más difícilmente pierde la pasión. Recuerdo a
varios abogados experimentados, incluso a punto de jubilarse, confesando que
todavía, a estas alturas de su vida, la noche anterior a un juicio conciliaban
mal el sueño, repasando hechos y argumentos, como un joven letrado recién
estrenado.
Desde
que me dedico en mayor medida a resolver recursos, he perdido una de las cosas
que más me agradaba del juzgado. Estar en contacto con los abogados, que
siempre tuvieron abierta la puerta de mi despacho, y que aún la tienen cuando
se pasan por la Sala para saludar. No se trataba solo de solventar problemas,
sino también de disfrutar de aquella fuente continua de criterio, experiencia e
inteligencia. Debo yo también reconocer una cosa. No lo duden, ser juez es una
de las cosas más bonitas del mundo. Y una de las mayores emociones, cuando en
un juicio levantas la vista de los papeles para mirar a los ojos a un abogado
que reconoces especial, que ha llamado tu atención por la calidad de su
exposición, que reta al contrincante, pero también a ti, con limpieza, matiz,
buena oratoria (que no retórica) y mejores razones. Créanme amigos, qué
magnífico espectáculo!! Iudex dixit.