El desafío independentista ha puesto
sobre la mesa un cierto número de argumentos recurrentes, que se repiten con
tanta insistencia y énfasis de un lado, como indiferencia e incomprensión
parecen provocar del otro. Uno de ellos es, sin lugar a dudas, que el
cumplimiento de la constitución y las leyes es presupuesto necesario de la
democracia, de su mantenimiento frente a la degradación. ¿Es esto cierto? ¿El
marco democrático de convivencia está supeditado formalmente a la constitución
y las leyes? ¿Incluso si se contraría la voluntad popular coyunturalmente
mayoritaria? ¿Por qué?.
En primer lugar, es importante
recordar a los menos duchos en estos asuntos, que no nos encontramos ante
debates que se les hayan ocurrido una de estas mañanas a las personas
interesadas en el proceso separatista. Por el contrario, se trata de debates
antiguos, con una importante bibliografía acumulada.
Por ejemplo, constituye un lugar
común admitido sin fisuras en la filosofía política, que las modernas
constituciones suponen un freno a la voluntad mayoritaria expresada en las
urnas en los procesos electivos ordinarios. Es lo que llamamos tensión constitución-democracia. Esto es
así en efecto, y no por casualidad. Desde las primeras constituciones modernas
del siglo XVIII, y aún con mayor motivo las contemporáneas posteriores a la II
Guerra Mundial, los textos fundamentales han contenido un vigoroso sistema de
contención de poderes, que afecta igualmente a la soberanía popular, y que tienen
un fundamento también clásico: cualquier poder, incluido el popular, tiende o
puede tender al abuso, y por ello debe ser limitado, condicionado, o
preservado, según los casos. Como hemos tenido oportunidad de comprobar de
manera dramática y desgarradora, también la democracia puede servir de
trampolín para la instauración de un poder tiránico y aborrecible.
Para evitar ese resultado, las
constituciones contemporáneas, y por supuesto la española, contienen un buen
número de previsiones relativas las denominadas precondiciones de la democracia. Esto es, a la forma en que la
propia constitución y el resto de normas deben ser aprobadas y/o reformadas, o
cuáles son los valores indisponibles que garantizan la limpieza de las reglas
del juego democrático, y que incluyen, entre otras cosas, un poder judicial
independiente, un sistema plural de partidos políticos, libertad de asociación,
prensa libre, o un cierto número de derechos fundamentales de los que no puede
privarse ni siquiera a las minorías (libertad, igualdad, dignidad, integridad
física, honor, propia imagen, libertad de expresión etc).
Es decir, la comunidad política se
limita a sí misma para el futuro mediante la constitución, con objeto de
prevenir abusos. Y lo hace para preservar la democracia. Por ello las
decisiones no pueden tomarse de cualquier modo. Sino respetando los cauces de
los que previamente se ha dotado una comunidad política, para asegurarse de que
la injusticia y el abuso serán evitados en la mayor medida posible. Es más. La
democracia de calidad no solo debe estar en condiciones de imponer el
cumplimiento de la constitución y la ley, sino que debe tener la suficiente
musculatura para denunciar cuando la existencia de una pretendida y aparente
voluntad popular, se quiere esgrimir para consumar un abuso. Es evidente que la
voluntad popular puede querer cosas malas.
¿O es que perdería su carácter ominoso una ley que acordara la segregación
racial, por poner un ejemplo bien evidente e incontestable? Esta idea por cierto es también bastante antigua, pero no me resisto a decir que ha recibido en nuestros días una reformulación casi poética: la idea de Jon Elster de que la comunidad política se auto impone limitaciones atándose al mástil de la constitución, como lo hizo Ulises para salvarse del canto de las sirenas.
Queda otra cosa por decir. La
protección que reclama la democracia en el sentido que venimos comentado, no
solo es necesaria desde la perspectiva de los derechos protegidos, sino también
y en la misma medida, en lo que afecta a la paz
personal de los ciudadanos implicados. Verán a lo que me refiero. Una
democracia sana garantiza una de las conquistas más preciadas de la
civilización. Que cada individuo pueda tratar los asuntos que le interesan como
estime oportuno. Que puede asociarse para defender sus intereses, mostrar
públicamente sus opiniones, y debatirlas con sus conciudadanos, si esa es su
voluntad. Pero también, que puede remitir la deliberación de los asuntos que le
preocupan a la intimidad de su fuero interno, y nada ni nadie puede obligarle a
que exprese sus preferencias, y mucho menos, que se vea obligado a hacerlas
valer en ocasiones públicas, para evitar el señalamiento social. También
contamos con dolorosos ejemplos históricos, sobre las consecuencias de
contravenir este regla sagrada. Cuando los ciudadanos son impulsados a tomar
partido, a hacer alarde de ciertas opciones, a disimular o falsear éstas para
salir indemnes, cuando se cuenta la calidad de la democracia no por la razón,
sino por el número de manifestantes o de banderas, o los panfletos que lanzan,
o las antorchas que portan, o a quién insultan e intimidan, entonces todo
empieza a ir mal. Y deben tomarse medidas para que no vayan a peor.
A
algunos de los que hayan llegado hasta aquí, pueden aún plantearse si todo lo
dicho vale también en el caso de que parte del territorio de un estado soberano
quiera segregarse unilateralmente. Pues sí que vale, porque en un proceso del
tipo indicado pueden cometerse algunos de los abusos más característicos de los
que nos venimos refiriendo. Pero para esto se requiere de otro desarrollo
complementario que haría esto demasiado largo. Así que basta por hoy. A la
espera de una eventual segunda entrega, saludos (democráticos).