Algunos de los indultos acordados por el Gobierno de la Nación en los últimos meses, han propiciado una importante polémica sobre la institución, su finalidad, la oportunidad de hacer efectivo el perdón de los delitos por el poder ejecutivo, y en definitiva los límites de la prerrogativa de gracia. Como ocurre en muchas ocasiones, el debate generado aparece oscurecido por ciertas imprecisiones. Creo que se pueden opinar muchas cosas al respecto, pero no debe renunciarse a que las opiniones, sean cuales sean, tengan un fundamento acertado. Veamos los que considero los tres errores más frecuentes al respecto.
1.- Se dice que el indulto debe desaparecer o al menos modificarse porque la ley que lo regula es del siglo XIX, de 1870 para más señas. Soy de la opinión de que la ley que regula el “ejercicio de la gracia de indulto” pide a gritos su modificación, pero no por su pretendida antigüedad, que no es tal o no tanta. Es cierto que la ley data de 1870, pero se modificó por ley 1/1988 de 14 de enero. La cuestión no es secundaria. No se trata de un gran código de cientos o miles de artículos que a pesar de las sucesivas reformas conserva su sistemática y principios y queda por ello desfasado con el tiempo. La ley que regula el indulto es “pequeñita”, cuenta tan solo con 32 artículos muy cortos (el sueño de cualquier estudiante u opositor), de los cuales 13 fueron afectados por la reforma. Es decir, la ley que tenemos en la actualidad es exactamente la que quiso el legislador democrático de 1988, con una mayoría absoluta del PSOE. Y una de sus principales novedades consistió en excusar el indulto de justificación. Si se hace memoria de lo que por aquel entonces comenzaba a suceder en ciertos ámbitos, quizá pueda dudarse de si el argumento de la pretendida antigüedad de la ley ha sido espontáneo o inducido e interesado. Yo no haré elucubraciones al respecto. Que cada cual juzgue.
2.- El indulto es una institución antidemocrática. Nada más lejos de la realidad. Los que dicen tal cosa se han quedado anclados en las críticas de los juristas y filósofos del siglo XVIII, que atacaron el poder absoluto de los monarcas del antiguo régimen. Aquellos reyes sí ejercitaban un poder no democrático, no sometido a control ni deliberación, y que precisaba del ejercicio de la gracia para excepcionar de manera sistemática los resultados ordinarios de la justicia. Sin embargo a partir de la sucesiva constitución de estados democráticos y de derecho, lo autores no cuestionan ya la naturaleza del indulto, desvinculado de aquel poder absoluto, sino que discuten y dilucidan sus límites y las condiciones de su ejercicio. Las mayorías democráticas actuales, a través de la ley, deciden si el indulto debe existir o no. Si debe otorgarlo el poder ejecutivo o el legislativo. Si se deben excluir o no ciertos tipos de delitos y cuáles. Y con qué requisitos puede aplicarse el indulto. Nada hay más democrático.
3.- El indulto atenta la división de poderes. Incierto. No solo no afrenta tal división, sino que la respeta escrupulosamente. El indulto parte de que el poder judicial ha hecho su trabajo, y lo ha hecho bien de acuerdo con la ley aplicable, el estado de la jurisprudencia y los hechos conocidos. Algunos países incluso (Estados Unidos por ejemplo), exigen que el condenado que solicita e indulto acepte expresamente su responsabilidad y culpa, sino lo hubiera hecho antes, y pida perdón. Lo que el indulto implica es otra cosa muy distinta. Significa que el ius puniendi del estado, emanado como cualquiera de sus facultades y potestades de la voluntad popular, se actúa de forma dividida por varias autoridades o poderes. El poder judicial juzga y condena por razones indisponibles de legalidad. El ejecutivo puede indultar por razones circunstanciales de oportunidad. ¿Cuáles pueden ser tales razones?. Variadas sin lugar a dudas. La doctrina cita las circunstancias sobrevenidas en relación al delincuente, la desproporción de la pena resultante, o el cambio de jurisprudencia en perjuicio del reo. Pero también podría pensarse por ejemplo, en la recompensa a los servicios prestados al estado.
Así, el indulto rectamente entendido puede implicar, como se señala con diferentes expresiones según los autores, también un acto de justicia, o de individualización de la pena más allá de lo que permiten las fórmulas legales aplicadas por el poder judicial, o un acto emanado de una instancia administrativa pero “judicializada”, o como dice la doctrina francesa un “acto de conciencia”. En todo caso, nada que ver con aquellos actos incontrolados e invasores del monarca absoluto, sino más bien sometido a los principios constitucionales propios de un estado de derecho.
Debe reconocerse que lo ocurrido en España en los últimos años no parece ceñirse a tales premisas, entre otras causas porque la ley modificada en 1988, también para eliminar la exigencia de justificación, apenas pone reparos, límites o condicionamientos objetivos o subjetivos al indulto. De hecho el único límite subjetivo que impide indultar al presidente y otros miembros del gobierno deriva del art. 102 de la CE y no de la ley citada. Puede ocurrir también que la petición de indulto y su tramitación se haya convertido quizás en un trámite obligado y formalista en general, y en particular para bufetes muy especializados en esta materia. Pero en todo caso el indulto se dispensa con demasiada prodigalidad. Una medida de 400 a 450 indultos por año en los últimos lustros (517 en el año 2012), parece a todas luces excesivo.
No me queda mucho más que decir. Creo que el debate social generado debe encauzase de manera informada y responsable. Que de manera deliberativa y consciente debe discutirse y decidirse qué tipo de indulto queremos para nuestra sociedad, y qué límites deben imponerse para su ejercicio. En sociedades democráticas más consolidadas y maduras, los indultos escandalosos costarían un disgusto muy serio al gobierno de turno, porque no se le habría excusado de ningún modo de dar las explicaciones que fundamentan la institución y la hacen viable frente a la previa decisión judicial. Aquí sin embargo tendemos peligrosamente a cuestionar las instituciones en su misma existencia y raíz, mientras se devalúa el debate parlamentario y social que garantiza la transparencia y la calidad de la democracia.