Hace unas pocas semanas
volví a ver “El hombre que mató a Liberty Valance”, una película que conocí
demasiado temprano, de manera que aún percibiendo entonces casi intuitivamente
su grandeza, no fui capaz de captarla en su integridad, privada todavía de las
claves intelectuales que explican su dimensión heroica. Quedó sin embargo el
regusto de la perfección apenas descifrada, que durante muchos años ha
mantenido en mi cerebro como una tarea inconclusa la revisión de este clásico.
La afronto ahora con humildad, sabiendo que como todas las obras maestras es
más grande que su autor, que sus espectadores y aún con más motivo que
cualquiera de sus impertinentes y limitadas comentaristas.
No me referiré aquí a
los aspectos técnicos de la película, que no me encuentro capacitada para
desarrollar de manera solvente. Me interesa más bien la teoría que en ella se
sustenta sobre el origen de la ética y de la justicia.
El relato, de magistral
desarrollo, se construye casi en su integridad sobre el flash back en el que el
senador Ransom Stoddard relata su llegada al pueblo de Shinbone, recuerdos
evocados cuando muchos años después vuelve al lugar para asistir al entierro de
Tom Doniphon y unos periodistas, invocando el interés público de su persona, le
interrogan sobre la relación que le unía con aquel hombre, anónimo más allá de
los límites del remoto pueblo.
El senador rememora
entonces al joven abogado que era tantos años antes, íntegro e ilusionado, tan
firme en sus principios como incapaz de defenderlos con la única fuerza útil en
aquel lugar y en aquel momento, la del puñetazo y la pistola. Cuando se
desplaza al oeste para ganarse la vida, la diligencia en la que viaja es objeto
de un asalto, y él mismo de una paliza que le propina Liberty Valance y su banda
cuando sale en defensa de una mujer e invoca ingenuamente su condición de
letrado que habrá de hacerle pagar sus acciones.
Stoddard queda malherido
y abandonado en el camino. El propio Doniphon recoge al abogado, lo llega al
pueblo y lo deja en la cantina de la familia de Hallie, la amada de Tom Doniphon.
A partir de ese momento
se despliega una tensión que habrá de sostenerse hasta el fin de la película
entre la posición vital y ética del abogado y la de Doniphon. El abogado está
firmemente convencido de que solo la ley, la educación y la palabra pueden
fundar la convivencia social. De esta forma recupera de su degeneración al
periodista local, que luego desempeñará un papel decisivo en la película,
cautiva a los ciudadanos del pueblo, a muchos de los cuales enseña a leer y
escribir, y termina siendo promovido como representante del estado. Y por
supuesto, se enamora de Hallie, que finalmente le corresponde y acaba siendo su
esposa. Stoddard representa la convicción Roussoniana de la bondad innata del
ser humano, que cegada por una brutalidad cuyo origen nunca se explica
suficientemente, solo espera de una luz ilustrada que la saque de su
postración.
Por su parte Doniphon es
un escéptico hombre de acción. Desconfía tanto de la naturaleza humana como de
sus instituciones, y está convencido de que el precario equilibrio que sustenta
la convivencia solo puede contar con la fuerza para preservarse. Como persona
noble no inicia el ataque, pero no lo rehúye ni lo desprecia, convencido de que
en la refriega se manifiesta la calidad última e irreductible de un hombre.
Doniphon representa la concepción Hobbesiana del estado, que presupone los
irremediables defectos y las limitaciones del ser humano, y confía en una
organización superior para ponerles freno.
Durante todo el tiempo
que dura su conflictiva amistad, Stoddard es objeto, como el resto del pueblo,
del acoso del inmoral y brutal Liberty Valance, al servicio de los poderosos
ganaderos del estado, mientras que Doniphon se le opone, orgulloso y fuerte,
viéndose obligado en varias ocasiones a defender al abogado.
Resulta un lugar común
calificar esta película como un western crepuscular, en cuanto representa el
tránsito del salvaje oeste a una sociedad civilizada basada en la participación
ciudadana, la división de poderes y la libertad de prensa. En este sentido el
hermoso y efectista discurso del periodista Dutton Peabody en la convención del
estado, proclama los principios que animaron la fundación de una nación, y la
manera épica en que el progreso se extendió irremisiblemente hacia el
Oeste.
Se dice también que en
este tránsito Doniphon representa lo viejo que termina y Stoddard lo nuevo que
se anuncia, y que John Ford no intenta siquiera disimular su preferencia por la
sociedad de los hombres fuertes y tranquilos. Yo creo que Ford nos muestra,
además, algo más esencial y decisivo, que seguramente requiere por igual de
ambos personajes, el ingenuo Stoddard y el descreído Doniphon, y que se
desarrolla no en los espacios abiertos del western tradicional,
sino en los claroscuros de los porches y las estancias íntimas, donde se
producen las transiciones emocionales que nos cambian para siempre.
Ford nos está mostrando
el momento fundacional y telúrico en el que se unen la justicia y la fuerza.
Como ya nos dijo Pascal, ambas potencias deben combinarse para su mutuo
provecho: “Justicia, fuerza. Es justo que
lo justo sea obedecido, es necesario que lo más fuerte sea obedecido. La
justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es tiránica; la
justicia sin fuerza encuentra oposición, porque siempre hay malvados; la fuerza
sin la justicia es indeseada. Hay, pues, que unir la justicia y la fuerza, y
conseguir así que lo justo sea fuerte, y que lo fuerte sea justo”.
Como resulta que la
fuerza imperante era injusta, Ford consigue que la justicia sea fuerte. Podía
elegir muchas formas para que esto ocurriera. Pero elige la del voluntario
sometimiento, que se produce a la vez por imperativo moral y por amor. Así, cuando
finalmente el abogado presa de la ira y por tanto vencido y con sus
convicciones arrasadas reta a Liberty a un duelo perdido de antemano, Doniphon
desde la oscuridad de una esquina dispara camuflando su tiro con el de
Stoddard, mata al bandido y salva al abogado, que intuía amado por Hallie.
Doniphon mantiene en secreto su acción que solo revela más tarde al propio
Stoddard para librarle de sus escrúpulos y evitar que renuncie a su designación
como representante en la Convención del Estado, cuando ya sabe que es
correspondido por Hallie. Y con ello todo el mundo cree, con convicción
consentida por Stoddard, que es el abogado el ejecutor de Valance. Así se crea
el mito del abogado íntegro y valiente que llega a senador.
Doniphon no obra
pensando en las consecuencias de sus actos para la comunidad, ni en qué habría
de derivarse para la comunidad política de sus actos, ni porque piense que
estos pudieran tener algún tipo de comunicación discursiva con los ajenos, y
mucho menos por la opinión que los demás pudieran tener de su conducta, o
porque esta pudiera tenerse por virtuosa. Sus actos no pueden enmarcarse en
teorías éticas basadas en la virtud, de carácter pragmático o
consecuencialista, y tampoco en las de tipo discursivo o comunicativo.
Doniphon obra como lo
hace por imperativo deontológico, porque las cosas deben hacerse así y no de
otro modo para toda persona que se tenga como tal y quiera extender las
consecuencias de sus actos a toda situación similar, al modo del imperativo
categórico kantiano. Y el origen último de ese convencimiento es tanto la
propia calidad del hombre, como el amor, en cuanto en un acto supremo de
desprendimiento, Doniphon intuye que salva al abogado para la felicidad de su
amada.
Ford sitúa entonces el
origen de convivencia social en la justicia, el de la justicia en la fuerza, y
por fin, el de la limitación de la fuerza en el sentimiento. Es cierto que ya
estamos prevenidos sobre la influencia de las emociones en la ética. Martha
Nussbaum nos enseñó mejor que nadie cómo la repugnancia y la vergüenza pueden
influir indebidamente en la formación de los cánones morales, y un burdo Patrick Devlin hizo efectivos tales riesgos al proponer que el asco y la
repugnancia generalizadas hacia ciertas conductas pudieran servir de base a la
exclusión.
Pero Ford no resulta
acreedor de reparo alguno al respecto, ni se siente compelido a ofrecernos
mayores justificaciones, porque además del sentido innato de lo debido, el
sentimiento que mueve a Doniphon es como dijimos el amor, y no cualquiera de
ellos, sino la variante más noble, el que sustenta todo sacrifico y toda
renuncia, el que sirve de cimiento a cuánto de bueno puede aspirar el ser
humano. Y como también intuyó Platón, habiendo amor no hacen falta ya leyes ni
otros artificios.
Por si existía alguna
duda de que es la fuerza justa la que derrota a la brutalidad, Ford nos muestra
como tras el falso duelo y la muerte de Valance, cuando sus secuaces intentan
promover el linchamiento de Stoddard, un Doniphon que ya ha contemplado a su
amada abrazar al abogado e inicia su desquiciamiento, derrota y expulsa a esos
hombres menores, mequetrefes frente a él.
Doniphon es en efecto la
representación más depurada del héroe clásico, es decir, aquel que cumple su
destino que es también su obligación, si es preciso hasta la propia
destrucción. Doniphon ejecuta de propia mano su aniquilación. El director nos
sugiere que Tom se abandona al alcohol. Prende fuego a la casa que habría de
compartir con Hallie, en una escena sobrecogedora en la que es salvado por su
fiel Pompey para aún preocuparse por la suerte de los caballos, deja de portar
pistola y de ser el hombre respetado y admirado en el pueblo y se sume en el
olvido. Cuando Stoddard vuelve a Shinbone, y cuenta a los periodistas que su
intención es asistir al entierro de Doniphon, muy pocos recuerdan quién fue
aquel hombre.
Nos encontramos entonces
ante un pobre ataúd de madera coronado por un cactus, la flor que tanto amaba
el finado, anónimo y desconocido. Pero cuando termina la película Ford ajusta
cuentas, porque al conocer la inmensa dimensión del personaje, sentimos que de
alguna forma su grandeza nos estaba reservada para ser apreciada en todo su
esplendor y dignidad. Así lo entiende también uno de los periodistas que, tras
escuchar impactado el relato, recordar el curriculum del senador y señalar que
podría ser el próximo vicepresidente de los Estados Unidos, nos dice que no
contará la verdad al público porque “esto
es el oeste señor, y cuando los hechos se convierten en leyenda no es bueno
imprimirlos”.
Con esa decisión el
periodista afirma la dimensión legendaria del personaje, y a la vez hace decaer
otro poco la consideración del senador, que acepta de nuevo pragmáticamente el
ocultamiento de los hechos en su propio beneficio, como ya hizo años antes en
la Convención del Estado; una apasionada, caótica, esperanzada y en parte
extravagante asamblea, que proporciona la simbología de la retórica y la
sugestión frente a la firmeza y el descreimiento de un Doniphon que se muestra
al final de la secuencia, al borde ya de su precipicio personal.
Pero la liquidación
definitiva la reserva Ford para la última escena. Hallie ya ha proclamado que
allí está su hogar y su corazón, y ha reconocido que ella ha colocado la flor de
cactus sobre el ataúd. Cuando el revisor del tren, alborozado, proclama que
desplegaba sus amabilidades muy a gusto por el hombre que mató a Liberty
Valance, Stoddard interrumpe el gesto con el que iba a encender su pipa y apaga
frustrado la cerilla, y Hallie, también conocedora del secreto, suspira
conmovida. Creemos percibir que ella mantuvo quizá el amor por Doniphon de
manera íntima y secreta, del mismo modo que se había preservado la hazaña para
nuestra admiración.