martes, 1 de mayo de 2018

TRUCO O TRAMPA


            Una sociedad democrática requiere una deliberación ciudadana permanente, seria y productiva. Y ello implica la crítica de la actuación de los poderes públicos, incluida la de los jueces, que asumimos esta necesidad sin aspavientos. No solo entendemos la crítica a nuestras resoluciones, sino que participamos en ella mediante el debate doctrinal. Basta asomarse a las diversas publicaciones especializadas o generalistas, para comprobar con qué naturalidad sometemos las resoluciones judiciales a escrutinio, y promovemos debates, en ocasiones acalorados. Así que cuando les digan que los jueces somos corporativistas o endogámicos, no hagan mucho caso. Más bien reflexionen sobre las intenciones de quienes dicen tal cosa.
            Lo que ocurre es que en no pocas ocasiones, se hace pasar la crítica por lo que es una simple estrategia, para segar la hierba debajo del poder judicial. La trampa se disfraza con ramas torpemente dispuestas, sobre una fosa oscura. Algunos políticos españoles les tienen ganas a los jueces, a los que no perdonan que su legitimidad no provenga de manera delegada y vicaria de cualquier otro poder del Estado, sino que conforme al diseño constitucional, emane directamente de la soberanía popular. La división de poderes les provoca un tremendo dolor de cabeza, porque las decisiones judiciales quedan fuera de su acción y sus mangoneos.
            Este tipo de política será mala, pero no es tonta. Como no pueden incidir directamente en la acción judicial, se afana en hacerlo indirectamente. Y eso pasa por desprestigiarla, privarle de fundamento, achacarle todo tipo de defectos y carencias morales, en definitiva, por hacerla más vulnerable, para que luego se puedan acometer, llegado el caso, labores de acoso y derribo, y pueda acudir, en presta ayuda, un imaginario cuerpo de bomberos, integrado por pirómanos.
            En los últimos meses hemos asistido a algunos ejemplos muy significativos. Cada grupo de poder tiene sus mañas, y sus mecanismos de transmisión. Así que, dependiendo de las necesidades del momento, escucharán que los jueces españoles son una cosa y la contraria. Que son todos fachas y del Opus Dei; o unos rojos ; machistas; feminazis; que responden a las instrucciones de un partido; o del contrario; que son correas de transmisión de este o aquel. También ha prosperado últimamente la variante de presentar las decisiones judiciales como disparatadas. Ojo, no como lo que son, materia controvertida y discutible. Esto no bastaría. Sino como algo fuera de razón, una estupidez inasumible, lo cual se sostiene con desparpajo utilizado alguna peregrina opinión, con independencia de que ésta se considere inasumible en lo más granado y sereno del mundo jurídico.
             Se trata de argumentos simplones, desconectados de la realidad, que no resisten un mínimo análisis. Son, sencillamente, mentira. A pesar de ello, su daño es inmenso, porque al presentar como verosímil lo fantástico, disuelven gradualmente los cimientos que sustentan el Estado de Derecho, poniendo en cuestión el fideicomiso que la sociedad ha instituido a favor del poder judicial. El tipo de ataques a los que me vengo refiriendo son, además de destructivos, oportunistas y cobardes. Quienes los ejecutan saben que, normalmente, van a tener una respuesta muy mitigada, no solo porque los jueces suelan comportarse de manera especialmente mesurada y discreta, sino también porque el estatuto de los jueces, impone obligaciones y restricciones propias de lo que son, integrantes del poder judicial, en el entendimiento de que van a ser tratados como tales, con el respeto que exige su función, que es compatible, como vengo diciendo, con la crítica. Por eso es tan especialmente recriminable que se rompa esta ecuación, de manera que se trate a los jueces, con menor capacidad de respuesta, como si se tratara de un adversario político no reconocido, disimulando ataques que socavan la confianza en el sistema.
            Este tipo de estrategias son además, especialmente reprochables e indignas, cuando se centra en jueces individualmente considerados, en cuanto se dirige contra integrantes de un poder del Estado que se ha diseñado inerme, sin otra defensa posible, en principio, que la ejercida por el Órgano de gobierno del propio poder judicial, que es casi siempre, de naturaleza más bien simbólica y declamatoria. Nada impediría que un juez especialmente concernido, ejerciera sus propias acciones a título particular, pero ello no sería posible seguramente hasta terminado por completo el asunto en relación al cual se plantea el ataque, y llevaría aparejado un coste muchas veces inasumible en el ámbito personal y familiar.
            Llegados a este punto, quizás estemos en mejores condiciones de valorar las reacciones políticas producidas como consecuencia de la sentencia de la llamada manada. Tanto la sentencia, como su voto particular, podrán ser objeto de diversos análisis, y por supuesto, la decisión se someterá a la revisión propia de los recursos. Pero con ella llegamos al final de nuestro recorrido, porque supone el epítome de los movimientos oscilatorios de ataque-cobertura-cortina de humo.
Nada es gratuito. Que se convocara a la gente a manifestarse a los quince minutos de haberse iniciado la lectura del fallo judicial, sin la más remota idea del contenido de la sentencia. Que un Ministro de Justicia insinúe “problemas singulares” de un magistrado en activo, sugiriendo que debieron adoptarse medidas preventivas. Que la portavoz del principal partido de la oposición apoyara de inmediato al ministro insistiendo en la necesidad de seguimiento a los jueces. O que alguno de esos terminales profesionales de la escandalera, ya por completo desquiciado, realice manifestaciones que causan sonrojo y estupor. Todos ellos tienen en común, que intentan oficiar el entierro de la división de poderes. Si recuperan la tranquilidad y el decoro, algún día recordarán con vergüenza estos días que se les fueron a todos ellos de las manos. Por el momento, ya veremos lo que cuesta remontar esta triste situación, que puede calificarse sin mayores esfuerzos como una crisis institucional en toda regla. Ningún juez quiere nada malo para los causantes del destrozo. Por el contrario, deseamos de todo corazón, por el bien de nuestro proyecto común de convivencia, que si algún día se ven sometidos a un procedimiento, no deban ser juzgados con las reglas que ellos mismos han intentado hacer valer para otros.
            Las asociaciones judiciales han pedido ya, con plena justificación, la dimisión del Ministro, y el CGPJ ha emitido uno de esos comunicados declamatorios, y generalmente inútiles. Pero no debemos olvidar de qué va todo esto. De torpezas, sí, y también de trampas disimuladas en el suelo que pisamos. De intentar privar de respeto a quienes se encuentran en este momento en pleno proceso de reivindicación profesional, y quienes podrían decidir en el futuro asuntos que conciernen a unos y a otros, algunos con previsiones políticas de futuro, más bien grises y tormentosas. Una irresponsabilidad imperdonable, porque se juega con uno de los sistemas constitucionales más sólidos del mundo, es decir, con las cosas de comer del conjunto de la ciudadanía. Los ejércitos perdedores cometen en su retirada algunos de sus peores desmanes; cegados por el fracaso, solo saben ya sembrar miseria y ruina, porque son incapaces de concebir el futuro. Ojalá no tengamos que identificar en todo este disparate, las terribles secuelas de la política desmoronada.